El diablo no existe, ¿el mal tampoco?
El ser humano tiende a atribuir propósitos e intenciones a las acciones ajenas y aun a los sucesos impersonales. Tiende a creer que detrás de cada fenómeno hay una intención o un sentido. "Por algo pasan las cosas", reza la sabiduría popular. Es posible que en el pasado animista esta tendencia estuviese más arraigada y se aplicara a la lluvia, a las tormentas, a las pandemias, considerando cada acontecimiento como un producto de voluntades ajenas, a veces benéficas, a veces malignas, a menudo incognoscibles y divinas. Esta premisa podría explicar por qué en todas las culturas se ha desarrollado la idea general de lo que hoy conocemos por demonio, como una entidad sobrenatural, maligna o malintencionada (siendo el diablo la entidad maligna por antonomasia). "Demonio" proviene de "daimon", palabra del griego antiguo para "espíritu" o "poder divino". "Divino", a su vez, viene de "divinus", y este de "divos", "devs", "dios". "Espíritu", por su parte, viene del latín "spiritus", y este del verbo "spirare" (soplar). De este verbo vienen varias palabras, como respirar, cuya relación con la vida, y por ende con el alma, resulta obvia. "Anima" viene de "anemusus", que está en relación con el griego "anemos", que significa viento.
El demonio Amikiri era el responsable de las rasgaduras en las redes de los pescadores en Japón, Lamashtu causaba la locura y las pesadillas para los sumerios, y Pazuzu era el demonio de las tormentas y plagas. Los mazikim, en la cultura hebrea, eran los causantes de accidentes, hambrunas y terremotos, y es precisamente de la cultura hebrea y, particularmente, de las religiones abrahámicas que proviene la idea del diablo tal como nos lo figuramos en la actualidad. El diablo toma características de cada uno de esos espíritus arcaicos, aunque no desciende de ninguno. Podemos decir que el diablo no es sino el dios de un panteón globalizado a lo largo de milenios. Fue en el siglo III a. C., cuando se tradujo el Tanaj hebreo al griego, que por primera vez a Satán se le llama "diabolos", que viene a significar algo como "el que lanza algo entre dos", o bien, "el que pone discordia". El término pasó al latín como diabolus, y al español como diablo. Es este diablo el que en el Nuevo Testamento se le aparece a Jesús para tentarlo.
En cuanto a la palabra Satán, aparece en el Antiguo Testamento siempre antecedida por un artículo: el satán. Se trata, en consecuencia, de un cargo, no de un nombre propio, y significa "el acusador". El acusador parece ser un fiscal que trabaja para Dios y está lejos de ser su enemigo. No es un ser malvado, ni tiene un ejército de demonios. ¿De dónde viene pues su asociación con el mal?
En el siglo VI a. C., una parte del pueblo judío estuvo bajo el dominio babilonio por más de cincuenta años. Allí los judíos tuvieron contacto con el zoroastrismo, religión que tenía una visión dualista de la realidad. El universo entero era entendido como un campo de batalla entre las fuerzas del bien, encabezadas por el dios Ahura Mazda, y las fuerzas del mal, representadas por Ahrimán. Esta visión influyó en la mitología hebrea. Pero el diablo no existe en las escrituras judías. Según Isaías 45:6-7, Dios (Yahvheh, o YHVH) es el creador tanto de todo bien como de todo mal. Fue el zoroastrismo que introdujo la noción del mal como un concepto separado y contagió al judaísmo de esa cosmovisión más dualista de la vida. Con el tiempo, el adjetivo satán se convirtió en nombre propio: Satán pasó a ser la entidad sobrenatural responsable de todo mal y contraria al bien representado por Dios.
Por otro lado, en la antigua religión cananea, ya existía la historia del dios Attar, representado por el planeta Venus, que por haber fallado al intentar usurpar el trono del dios creador Baal, fue exiliado al inframundo, donde se convirtió en el gobernante. Es de notar el motivo astrológico que pudo dar origen a esta historia y otras similares. Venus, lucero de la mañana, el portador de luz, es lo que en latín se tradujo como Lucifer.
Al irse expandiendo el cristianismo, tuvo que convivir con otras religiones, colonizando cultos, sincretizando creencias y demonizando dioses (en el sentido de atribuirles propiedades malignas, antes que negar su existencia). Ya los judíos convirtieron a Baal (dios creador de los caldeos) en Baalzebub, o Belzebú, el señor de las moscas. Asimismo, el diablo cristiano, o Satán, tomó características del dios griego Hades, dios del inframundo, que aunque no era malo ni bueno, era temido por su asociación con la muerte. Cabe señalar que Hades se relacionaba con las minas y las piedras preciosas, motivo por el que era llamado Pluto, el rico, el acaudalado, lo que viene a coincidir con la visión cristiana de que las riquezas eran una tentación más del pecaminoso mundo material. Finalmente, el tártaro, una región dominada por Hades donde se castigaba a las almas impías, se convirtió en el infierno. (La palabra "averno" proviene del cráter "Avernus" en Italia, que, se creía, era la entrada al inframundo.)
La imagen que tenemos del diablo como una figura mitad humano mitad animal, con cuernos, cola, patas de cabra y pezuñas, la debemos al dios Pan: divinidad de los bosques, del deseo sexual y los instintos salvajes. De su nombre proviene "pánico", pues este dios era capaz de espantar a las personas y al ganado. Los celtas, entre muchas culturas europeas antiguas, rendían culto a alguna versión de este dios, cuyas cualidades le valieron convertirse en el candidato perfecto para identificarlo con el diablo mismo. Durante toda la Edad Media se perseguía a todo aquel que lo adorase, y es en esta época que se consolida la imagen del diablo que a la fecha permanece: amalgama de demonios primitivos, antiguas deidades demonizadas y burócratas celestiales venidos a menos. En la Edad Media, el diablo alcanzó su auge y cumplió el propósito didáctico de horrorizar a los "pecadores" con los tormentos del infierno si no acataban los preceptos de la nueva religión. En el siglo XVI, se vuelven cosa frecuente las historias de personas que hacen pactos con el diablo, como en la leyenda alemana del Dr. Fausto (quien, como buen precursor del espíritu renacentista, se cuenta que renunció al título de doctor en teología y prefirió el de doctor en medicina), narrada magistralmente por Goethe y, unos doscientos años antes, por Christopher Marlowe. Continúa la cacería de brujas durante varios años y no es sino hasta la época de la Ilustración que el diablo va perdiendo estatus a la vez que se difunde la convicción de que los males del mundo tienen explicaciones racionales. El diablo empieza a verse como una figura que se puede vencer e incluso ridiculizar. En el romanticismo se le ve al diablo como un héroe trágico, como un rebelde emparentado con el dios Prometeo. Anton LaVey funda la Iglesia de Satán concibiendo a este no como una entidad sobrenatural sino como una representación alegórica de aquel héroe trágico que personifica la ambición, el deseo sexual, el individualismo, el instinto y el desafío a la autoridad, cualidades todas ellas que son vistas como algo natural en el hombre.
De las cruzadas a la actualidad, y quizá desde tiempos remotos, sucede que líderes de todo tipo satanizan a sus enemigos para justificar los ataques, a menudo despiadados y legales, que arremeten contra ellos. Jung habla de la sombra como el arquetipo que simboliza los aspectos más oscuros del ser humano, aquellos impulsos primitivos que nos negamos a reconocer como propios, también simbolizados por el diablo. Príncipe de las tinieblas, amo de los infiernos, ángel caído, rey de los demonios, la bestia por excelencia, el anticristo, Satán, Satanás, Lucifer, Belzebú... nada de esto existe como entidad, sino como mero arquetipo, egregor o personificación de todo mal. ¿Y qué es el mal?
En círculos ocultistas se afirma que "como es abajo es arriba"; que el alquimista hace del veneno su medicina, que el místico nada con deleite en las mismas aguas en que se ahogan los psicóticos, y que el yogui alcanza la liberación mediante los actos con los que la mayoría de los humanos se condenaría. Tal vez no sólo no existe el diablo, sino que la misma idea de mal sea algo relativo. Si el diablo es un constructo arquetipal humano -pastiche elaborado a lo largo de diversas y distantes épocas-, el mal vendría a ser un estado de consciencia individual propio del microcosmos, pero ajeno al macrocosmos, en cuya unidad absoluta se disuelve el ego y su ilusión de separatividad y dualidad. Con todo, cabría dimensionar en su justa medida el papel didáctico que aún en nuestros días desempeña la figura del diablo para las mentes duales (no iniciados). Después de todo, la mentira o la fantasía tampoco son un mal en sí, y aunque lo fueran, no es seguro que el mal deba evitarse siempre y a toda costa. Y no es que la presencia (en sentido amplio y equívoco) del diablo sea indiscutiblemente buena, sino que no es indiscutiblemente mala. Satán reivindica distintos niveles de interpretación, tratamiento y entendimiento; en uno de los cuales es el rey de los infiernos, en otro es más bien el rey de este mundo (¿dios de los yezidis?, ¿demiurgo de los gnósticos?, ¿el dios oculto de los crowleyanos?), y es plausible creer que en el último de dichos niveles ni siquiera existe diablo alguno, que jamás fue real (lo que, por lo demás, valdría sostener para todo aquello acerca de lo cual se puede hablar).
Bibliografía recomendada:
Libro de Job
Isaías 45:6-7
Jeffrey Burton Russell, The Devil: Perceptions of Evil from Antiquity to Primitive Christianity, Cornell University Press, 1087.
Blázquez Martínez, José María (2008), "La mitología entre los hebreos y otros pueblos del Antiguo Oriente", Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes (Alicante)
Muchembeld, R., Historia del diablo. Siglos XII-XX, México:FCE, 2009.
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